La improvisación musical es, muchas veces, un misterio tanto para la no iniciada como para la música experimentada. Algunas creen que si no posees el don divino de la inspiración, nunca podrás hacerlo. Otras creen que es el resultado de largos años de mucho estudio y terminan abrumadas por una cantidad de información ingente que, en muchos casos, resulta en la incapacidad de improvisar dos notas serenas y aplomadas. Al final sospechan que su problema es que no fueron tocados por Dios al nacer y, por tanto, la improvisación no es para ellas porque carecen de inspiración. Pero, en realidad, dado que la expresión musical es tan intrínseca a nosotras mismas en tanto que personas como lo pueda ser respirar, por supuesto, todas podemos improvisar música. Sólo hay que entenderla como lo que es: algo tan natural en nosotras como hablar o caminar.
Charlie Parker decía que contaba su vida en sus canciones y cualquiera que lo haya escuchado -con el corazón y no con los oídos- dará fe de ello. No sólo eso, sino que empatizará con él y se transportará a un mundo tan liberador como opresivo. Sentirá algo parecido a lo que puede sentir un pajarillo que intenta volar en medio de una tempestad, entre fuertes vientos que soplan de forma errática, convirtiendo su canto de libertad en una historia que puede ser tan triste como inspiradora, a interpretación de cada una.

Y es que, a través de la música, hablamos literalmente. Lo primero que hay que entender es que la música es un lenguaje más, uno de tantos otros que tenemos, que nos permite pensar y transmitir en base a sus propios códigos. Y todas lo tenemos, no es algo que este sólo al alcance de unas pocas. Para muchas, entre las que nos incluimos, es absolutamente determinante en una vida humana para conectarnos con nosotras mismas. Los Antiguos decían que la música es lo que nos diferencia de «las bestias». A través de la música pensamos y transmitimos emociones que escapan del lenguaje oral, por eso también decían que era «el lenguaje del alma». Pero para improvisar, como para hablar, hay que tener algo que contar. Cuando hablamos, en nuestra mente aparece una idea abstracta que en fracciones de segundo se codifica en base a un lenguaje y se materializa en las palabras que pronunciamos. Al hablar, con quien sea, improvisamos. No pensamos previamente palabra por palabra lo que vamos a decir, no atendemos específicamente a la estructura gramatical de nuestra intervención e, incluso, dotamos espontáneamente a nuestros discursos improvisados de una musicalidad que atiende al mensaje que pretendemos transmitir. Simplemente pensamos una información, quizá en principio abstracta que, muy probablemente, de alguna forma haya sido recibida previamente e interpretada por nosotras para, por último, transmitirla casi como un acto reflejo en base a un código. El plano musical atiende exactamente al mismo principio aunque, tal vez, desde otro lugar.
La música es un sentimiento que trasciende nuestra razón. Es, en apariencia, ininteligible. Pero todos tenemos sentimientos que trascienden nuestra razón, así que no hay excusa. Nuestra piel se eriza cuando el corazón es atacado por una melodía que lo atraviesa y por eso hemos de aprender a escuchar con el corazón. Hemos de quitarnos el miedo a que unas insignificantes ondas sonoras inunden nuestro ser y nos destrocen desde dentro porque, de esa ruptura, nacerá un corazón libre que podrá pensar y expresarse. A modo de ejercicio para romper esa barrera que, a veces, nos impide sentir la música desde nuestro interior propongo escuchar detenidamente la siguiente canción. Cuando hablamos de escuchar detenidamente no nos referimos a poner especial atención al virtuosismo técnico, sino a cerrar los ojos y dejarse atrapar por la melodía, a permitir a nuestra piel erizarse, a sentir que nos llevan a un lugar que no podremos explicar con palabras cuando abramos los ojos y el mundo terrenal reaparezca.
Saber escuchar es el primer paso y es muy importante, es fundamental. Sabiendo escuchar abrimos la puerta a recibir una información llena, con contenido. Es esa información la que podrá ser, a su vez, interpretada, pensada y, en su caso, re-producida en código musical. Las notas actúan a modo de letras que construyen, sílabas, palabras y frases, nos permiten pensar/sentir la música y transmitirla pero, de igual modo que no es necesario dominar los entresijos gramaticales de una lengua oral para poder pensarla y utilizarla, la teoría musical tampoco es en absoluto imprescindible para pensar la música y transmitirla. Una nota, en sí misma, no es un Do ni un Sol: es sólo un concepto, un sonido, el nombre que le pongamos es relativamente irrelevante. La raíz de nuestra improvisación no estará en que sepamos si vamos a tocar en uno u otro tono, o si una canción admite tal o cual escala modal. La raíz está en esas melodías que llevamos dentro, esas músicas que seguramente son el producto de la reinterpretación que hacemos en base a nuestro propio sentir de otras melodías ya escuchadas, que resuenan en nuestro interior de un modo abstracto y sin nombre. Son, antes de ser emitidos, meros conceptos musicales informes. Toda improvisadora que se precie reconocerá que no tiene la más mínima idea de lo que toca durante una improvisación, simplemente se deja llevar, y el grueso de su información no es tanto en clave «gramatical», si no más bien «sentimental».
Todo esto resulta imprescindible en pedagogía, puesto que desde la improvisación accedemos a otra forma de conocer, ejercemos la intuición insubordinada, explicamos y entendemos con otras palabras y sobre todo, jugamos, disfrutamos y nos maravillamos con la libre expresión de nuestras emociones más internas. Hay un antes y un después cuando se empieza a entender la música desde esta perspectiva, cuando se empiezan a “subir los escalones”, como explica Branford Marsalis en esta recomendadísima charla: