Abordar la educación desde la emocionalidad adquiere cada vez más importancia no sólo en los círculos pedagógicos, sino también en los entornos familiares. Quien más y quien menos reconocerá términos como «inteligencia emocional», «empatía», «asertividad», etc. y, si bien consideramos básico y fundamental el hecho de introducir la variable emocional en el contexto educativo, es absolutamente necesario andar con pies de plomo sobre un terreno tan inestable.
Probablemente la clasificación sea inherente a nuestra forma de conocer y el ámbito emocional se encuentre, por supuesto, sujeto a ella resultando un abanico de sensaciones y emociones -clasificadas- a través de las cuales nos comprendemos a nosotras mismas e interpretamos el comportamiento de las demás. Esta clasificación de los sentimientos actuaría como filtro de una emocionalidad presumiblemente mucho más compleja de lo que nuestro lenguaje oral nos permite y de ahí, por ejemplo, que el sentir artístico en todas sus vertientes nos permita acceder a emociones no definidas con palabras. Es decir, son todas las que están pero no están todas las que son. Y parece ser que no lo estarán nunca. El lenguaje puede complejizarse hasta el infinito abriendo nuevos caminos en la forma de comprender nuestra emocionalidad (muchos términos relevantes ampliamente utilizados en la psicología actual tienen menos de 30 años) pero nunca podremos ver el cuadro completo, seguramente, por nuestra propia condición humana.
Hasta ahí todo está más o menos claro pero el suelo se vuelve pantanoso cuando de la clasificación se deduce una estandarización sentimental de la que, a su vez, emana casi inevitablemente una evaluación. Clasificamos nuestros sentimientos poniéndoles un nombre, a continuación establecemos un estándar de corrección y, finalmente, evaluamos si lo que sentimos en nuestro interior es correcto, incorrecto, saludable o, directamente, estamos trastornadas. Tras la clasificación hacemos equipos y vamos eligiendo. Los buenos (sentimientos/personas) serán escogidos rápidamente y estarán a salvo mientras que los malos van quedando ahí, de pie, frente a una suerte de pelotón de fusilamiento, mirándose entre ellos y rezando para sus adentros por no ser el último. Aquí es donde la emocionalidad en la educación puede convertirse en un monstruo si tratamos de adecuarnos a patrones que nadie, absolutamente nadie, cumple. Las habrá más o menos cerca de la «corrección», pero nadie los cumple. Invitamos a buscar los síntomas de trastornos mentales cualesquiera y apostaría que todos creeríamos padecer alguno -seguramente varios- de ellos.

¿Podemos educar emocionalmente, pues, sin esquemas que conlleven la exclusión de «los malos sentimientos» los que «no deben ser sentidos»? ¿Nos excluimos a nosotras mismas en tanto que presuntas trastornadas mentales?
Un término muy utilizado, tan importante como peligroso es, por supuesto, la «inclusión». Incluirnos a todas sería, quizás, la respuesta a esta exclusión derivada de la evaluación de los sentimientos en base a un modelo a seguir pero, entonces, es necesario no entender «inclusión» como una mera adecuación al estándar de turno. Incluir no es adecuar(nos) con empatía. Incluir no es tomar de la mano a aquella cuyas respuestas emocionales no son las correctas en el convenido test para llevarlo, con mucho cariño y muchas sonrisas, al lado bueno del sentir. Si no funcionara el cariño, la sonrisa y la empatía, adminístrese pastilla. No. Incluir es aceptar. Es aceptar a las demás y aceptarnos a nosotras mismas. Es comprender por qué cada una siente lo que siente y analizar si realmente hay algo que corregir o si, en su caso, es la comunidad enseñante la que debe corregirse a sí misma para que todas nos sintamos «incluidas» en ella.
En la práctica, de nuevo, erraremos el tiro si buscamos respuestas cerradas y son necesarios profundos quebraderos de cabeza con sus aciertos y errores para construir realmente una comunidad «inclusiva». Hemos de salirnos del sistema –o relacionarnos de otra manera con él- para no golpearnos contra el muro una y otra vez, y encontrar una forma de actuación que haga frente a las múltiples variables del complejo sistema formal de las emociones. Esto es, no hay solución o, al menos, solución única. Cada caso y situación es absolutamente distinto y la única brújula posible es comprender cómo opera la emocionalidad, así como lo que se deriva de la estandarización y evaluación de sentimientos y emociones. Hay que intentar, pues, «hacer camino al andar» y «echar la vista atrás para ver la senda que nunca se ha de volver a pisar». La duda procedimental cuando se manejan respuestas abiertas es siempre una constante y, muy probablemente, así deba ser. No obstante, sí hay ciertas pistas que van marcando los pasos, tales como focalizar en la no evaluación sistemática de las integrantes de una comunidad educativa por la forma en que sienten, o la comprensión de una emoción ajena frente la mera adecuación al estándar emocional.
Hay varias preguntas que pueden ayudarnos a comprendernos y a apartarnos del status quo para hacer camino:
¿Cómo hemos construido nuestras propias emociones?
¿»Somos» así o «nos han hecho» así? ¿Hay una parte «nuestra» y otra «construida»?
¿Nuestro sentimiento es el nombre que le ponemos?
¿Existen las emociones universales o todas son socialmente construidas?
¿Alguna vez nos hemos sentido excluidas o culpables por sentir lo que sentimos? ¿Aceptamos la forma de sentir de las demás o tratamos de adecuarla a lo que nosotras consideramos?
*Aunque utilizamos «sentimiento» y «emoción» casi como sinónimos, somos conscientes que la psicología no los clasifica como iguales. Pese a las diferencias conceptuales, al final, ambos términos están sujetos a la misma fórmula estandarizadora-evaluativa, de ahí que no hagamos distinciones explícitas, ya que consideramos que deben abordarse de una forma similar.