Dentro de la expresión artística, el dibujo y la pintura son otras grandes olvidadas. Como suele suceder con casi todo, tendemos a pensar que para las artes plásticas hay que tener una especie de don especial: «es que a mí no se me da bien», o la también clásica «no es lo mío». Sin embargo, es difícil pensar en alguien que se haya pasado toda su vida sentada en una silla por pensar que «eso de caminar no se me da bien» y, dado que la expresión artística corre por las venas de toda persona, algo en ese plantemaniento no cuadra.
Curiosamente casi todas las niñas, en alguna fase, disfrutan a raudales expresándose libremente con un buen surtido de lápices, colores, tizas o ceras, y es habitual, también, la imagen de la adulta explicando que hay que dibujar en un papel para no terminar convirtiendo la habitación en las cuevas de Altamira. Disfrutar con la libertad expresiva que nos brinda un instrumento con el que dibujar o pintar está presente en todas nosotras. Pero en algún momento posterior, por algún motivo, esas niñas deciden que dibujar no se les da bien y desisten. Muchas de ellas tal vez no vuelvan a coger un lápiz de colores en su vida; otras tendrán, quizá, una sana afición a la que dedicarán una hora por semana para pintar bodegones al óleo con los que adornar la cocina; y sólo unas pocas -muy pocas- incorporarán las artes plásticas a su vida y podrán ver el mundo a su través.

Un dibujo es la representación de una realidad percibida. Por tanto debemos partir de la premisa que no hay dibujo «mal hecho» pues todos representan, a su manera, una realidad. Otra cosa será que atienda -o no- a los códigos de una época o lugar determinados pero, en sí mismo, no hay dibujo malo. ¿Qué falla, entonces, cuando sentenciamos que un dibujo «está mal»? ¿Se trata de un error en la realidad percibida o es la forma en que se representa?
Quizás la respuesta rápida sea que hay una falta de pericia en la forma de representación y aprender a dibujar no es más que aprender a representar. Puede ser, y puede haber parte de verdad. Pero, al margen que de esta respuesta se deduciría que el ser humano no es más que un mero transcriptor de una realidad objetiva, es más interesante pensar en cómo se perciben las cosas. Las perspectivas que utilizamos hoy en día para representar lo que vemos surgen, aproximadamente, en el s.XV. Qué sucedió hasta entonces, ¿es que no sabían dibujar? ¿No sabían ver lo que tenían frente a sus ojos o durante miles de años el ser humano representó su realidad de forma errónea porque no habían «descubierto» cómo representar en perspectiva? Tiene sentido pensar que la realidad conforma representación y viceversa, la representación conforma realidad. Casi como el huevo y la gallina. Una realidad es representada y, a su vez, esta representación -por ejemplo, la perspectiva- va dando lugar a un código que nos permite interpretar esa realidad que tenemos ante nuestros ojos, nos enseña a «ver». Por eso en muchos casos no es sólo la representación la que «falla» -que no es un fallo en sí, más bien una no adaptación al código de representación vigente- sino que también hay que comprender cómo «vemos» (en nuestra época) para representar de acuerdo a ese código.
Se supone que nuestro ojo percibe en perspectiva cónica y, sin embargo, las niñas representan más fácilmente en códigos abstractos tales como alzados, plantas, secciones o, incluso, perspectivas caballeras o frontales. Esto sucede porque no representamos lo que «literalmente» ven nuestros ojos, sino los conceptos que están en nuestra cabeza, es decir, lo que «ve» nuestra mente. Aunque haya personas con más facilidad para el dibujo que otras, en cualquier caso el ojo tiene que estar entrenado para «ver». No es fácil disociar lo que percibimos de los conceptos asociados a lo que vemos. No es fácil disociar significante y significado para dibujar en perspectiva lo que se presenta ante nuestros ojos, como si detrás de cada línea no hubiera un elemento con «vida» propia. Una línea no es una sucesión limitada de puntos, es la representación de los límites que percibimos entre dos o más elementos que, además, en nuestra mente, tienen un significado. Son «algo». Un ejemplo típico es pedir a alguien sin experiencia que dibuje un objeto cualquiera colocado sobre la mesa. Casi seguro dibujará sin despeinarse partes del objeto que no está viendo en ese momento, pero su cabeza completa las partes que faltan y son representadas sin ser apreciadas por el ojo en ese momento. Hay gente que, incluso, representa el objeto con bastante acierto salvando que el punto de vista no es el que tienen delante. Podríamos decir que está «bien» dibujado pero algo falla, aunque no saben exactamente qué: el ojo.
No se trata por tanto de la técnica, que también, se trata de entender cómo vemos, cómo percibimos lo que nos rodea y cómo luego lo representamos. Por eso no hay dibujo bueno o malo, no hay fallo, sólo proceso de aprendizaje y fascinación. No aprendemos a dibujar, aprendemos a mirar y también cómo pensamos. Esto hace muy difícil encajar las artes dentro de un sistema evaluador que sólo trata contenidos. La expresión artística no cabe en semejante esquema, de ahí que queden olvidadas.
Al leer vuestro comentario sobre el ‘ver’ y el ‘saber’, sobre como las criaturas dibujan lo que saben de un objeto más que lo que ven de él, me pregunto por lo que se ‘sabe’ y cómo se sabe. Más allá de las perspectivas están también otros elementos que perturban la ‘mirada’. Así, por ejemplo, las niñas, con frecuencia, al dibujar su autorretrato se representan con largos vestidos y tacones (aun cuando visten pantalones y playeras), largas melenas (aun cuando llevan pelo corto o recogido), gruesos labios, cinturas de avispa… lo que revela que su ‘saber’ está poblado del mandato del ‘otro’. Como diría Batjín, «vivo en un mundo poblado de palabras ajenas», pero no es sólo un asunto de palabras, sino de intenciones. Por eso se hace necesario ensanchar la experiencia de las criaturas si queremos -como Vigotskii, ‘La imaginación y el arte en la infancia’ (Ensayo psicológico)- proporcionarles una base suficientemente sólida para su actividad creadora.
Y no nos resulta fácil, al fin y al cabo esos elementos que perturban la mirada también los sufrimos y nuestra experiencia también se ha de ensanchar para no reproducir intenciones ajenas. En cualquier caso, ese proceso de ensanchamiento y des/aprendizaje nos resulta apasionante.
Es un gusto siempre escucharte Esperanza, muchas gracias por tu mensaje y las referencias.